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30 abr
2018

La identidad elusiva

Enviado por cultura . Etiquetas: Sin clasificar

Escrito en Concepto|s e historia|s: blog de historia y teoría

«Nada hay más peligroso que esa fuerza que consiste en ser a la vez contestatario y no contemporáneo», escribió Ernst Bloch en una fecha tan significativa como 1932. Advertía con ello de lo temerario que resulta impugnar el presente y tratar de cambiarlo con instrumentos y utillajes mentales extemporáneos, desfasados. El fascismo entonces y el populismo de extrema derecha ahora demuestran con claridad que una anacrónica politización del malestar atiza el resentimiento y el fanatismo, y puede provocar un incendio.

La historia, que en el siglo diecinueve contribuyó al fortalecimiento de los estados nación, parece vacilar cuando trata de elevarse a escala continental, dar cuenta del proceso de globalización y hacer frente a los retos del mestizaje. En este siglo veintiuno ?constata Serge Gruzinski? las humanidades, como Europa, han envejecido mal. El relato nacional ya no es capaz de dar sentido a las realidades en que vivimos y las nuevas perspectivas no han eliminado las malas costumbres y los viejos usos. No es de extrañar, pues, que con frecuencia consideremos y actuemos en nuestro mundo con modos y modales que parecen de otra época.

Eso es lo que ocurre a propósito de la "identidad cultural", un concepto omnipresente en el espacio público con el que el debate tropieza a menudo. Para salir del escollo, el sinólogo y filósofo francés François jullien nos invita a poner al día nuestras nociones comunes con toda una declaración de intenciones: La identidad cultural no existe. Semejante contundencia merece nuestra atención.

La cultura europea, afirma jullien, es heredera de la tradición de pensar según lo universal ?compensada por la vocación literaria, que celebra lo singular?. Las experiencias de la modernización y el colonialismo han causado el descrédito de una forma de ese universal, aquella que lo concibe como totalidad o completitud. Pero ello no debe hacernos renunciar del todo a su exigencia. Aún es posible abogar por «un universal rebelde, jamás colmado», «que deshaga el confort de toda positividad detenida» y llame a las culturas a no «limitarse tan pronto», a no «replegarse sobre sus diferencias», a no encerrarse en su «esencia»; que les requiera mantenerse «en tensión» con otras culturas, otras lenguas y otros usos, «y a no cesar, por consiguiente, de reelaborarse en función de esa exigencia».

Para estrechar los lazos entre culturas, jullien propone abandonar los términos de identidad y diferencia y sustituirlos por los de fecundidad y distancia (écart). ¿Por qué ese cambio? La diferencia, explica, entiende la separación como distinción, mientras que la distancia lo hace como relación. Con la diferencia, tras la separación cada polo olvida al otro y se vuelve sobre sí mismo; con la distancia, los dos «permanecen en comparación», expuestos el uno al otro, aprendiendo constantemente de ese cara a cara. El entre abierto entre ambos «los desborda y los hace trabajar», y ese trabajo rehace y deshace la identidad. El careo perturba y fuerza a considerarse a sí mismo como otro. Por eso la distancia es fecunda: no da lugar, por clasificación, al reconocimiento, sino que suscita, por tensión, el cuestionamiento.

Considerar lo diverso de las culturas desde la perspectiva de la diferencia «conduce fatalmente a un impasse», toda vez que lo propio de toda cultura es estar en permanente cambio, «ser al mismo tiempo plural y singular». «Una cultura que deja de transformarse es una cultura muerta». Esto es algo que no captó El choque de civilizaciones de Samuel P. Huntington: al no reconocer lo heterogéneo dentro de cada cultura, las banalizó todas y se quedó en el cliché. Ese modo de proceder tiene un coste, incluso produce estragos.

Las culturas no tienen identidad, sino fecundidades, recursos. Los recursos culturales se importan, se prestan y «no pertenecen a nadie». Lo propio de ellos es estar disponibles, «al alcance de la mano, al servicio de la experiencia». «Los recursos no se enarbolan», se activan. Esta perspectiva nos conmina a repensar la relación de cada sujeto con la cultura, sobre todo cuando esta no se imagina como su cultura o, mejor, cuando el contenido de ese posesivo no es de posesión, sino de aprendizaje. Hemos sido inducidos a confundir la identidad cultural con el principio psicológico de identificación, dictamina jullien. Pero la relación del sujeto con la cultura no debe ser, primariamente, de autoafirmación y reconocimiento, sino de adquisición y aprendizaje.

Defender los recursos culturales es hoy una tarea necesaria, urgente, porque están bajo amenaza: por un lado, una cierta globalización promociona lo uniforme como sustitutivo y simulacro de lo universal; por el otro, una cierta aldeanización, al desentenderse de lo universal, transforma lo común en comunitario. El comunitarismo es la reacción ?comprensible, pero errónea? a la uniformización del mundo. Es preciso combatir ambos extremos. De lo contrario, «la falta de integración» deviene «en integrismo».

Frente a ello, la distancia cultural abre nuevas posibilidades y descubre nuevos recursos. Gracias a ella, las culturas pueden cuestionar su propia tradición y, llegado el caso, emanciparse de ella. La consistencia ?ese valor tan caro a Italo Calvino? de una sociedad se mide por su capacidad de generar distancias y promover lo común, que no lo similar. «La integración no es asimilación», sino convergencia en torno a lo común compartido. Ese es un común activo, que trabaja y se trabaja, que no se fija en una norma o una esencia sino que está siempre atento a las nuevas emergencias.

Para evitar el choque, por tanto, hay que apostar por el diálogo. Pero, como sabían los antiguos griegos, no hay diálogo fecundo sin una distancia en juego. El diálogo solo es tal cuando desplaza cada punto de vista de su exclusividad y «hace emerger progresivamente un campo de inteligencia compartido». De lo contrario, se podrán decir más o menos cosas, pero no serán más que palabrería. Si queremos pensar e intervenir en nuestro tiempo y mundo, debemos estar menos enfeudados, prisioneros de verdades privadas, y abrirnos a la inteligencia común que se elabora y despliega entre culturas. Solo así hallaremos instrumentos y utillajes mentales verdaderamente contemporáneos. Y si es cierto que ni las personas ni las culturas nunca se entienden del todo, también lo es que debemos erigir en principio, como quería Hans Blumenberg, la posibilidad de comprenderse.

Demos pues, con agilidad, un paso al frente y rompamos el melancólico bucle de la identidad y la diferencia.




Artículo publicado en el blog Concepto|s e historia|s: blog de historia y teoría , bajo una licencia de Creative Commons.

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